Algunas reflexiones sobre los abusos sexuales por parte de clérigos

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Martin Lenk, SJ

…deseo compartir con ustedes el profundo dolor que siento en el alma por la situación de los niños abusados […]. 

El escándalo del abuso sexual es verdaderamente una ruina terrible para toda la humanidad, y que afecta a tantos niños, jóvenes y adultos vulnerables en todos los países y en todas las sociedades.

También para la Iglesia ha sido una experiencia muy dolorosa. Sentimos vergüenza por los abusos cometidos por ministros sagrados, que deberían ser los más dignos de confianza. Pero también hemos experimentado un llamado, que estamos seguros de que viene directamente de nuestro Señor Jesucristo: acoger la misión del Evangelio para la protección de todos los menores y adultos vulnerables.

Permítanme decir con toda claridad que el abuso sexual es un pecado horrible, completamente opuesto y en contradicción con lo que Cristo y la Iglesia nos enseñan.

También en Santo Domingo hemos sentido el dolor, la vergüenza, la confusión e indignación por los abusos cometidos por clérigos. Por esto, queremos presentar algunas reflexiones sobre esta realidad, guiados por las sentidas palabras del papa Francisco.

Frente a la triste realidad de los abusos, la respuesta de la Iglesia solo puede ser pedir perdón, intentar reparar los daños, hacer todo lo posible para evitar abusos futuros y aplicar las reglas universales de la justicia y la misericordia. 

Queremos enumerar aquí cuatro principios o realidades que como Iglesia hemos tenido que aprender, muchas veces desde las propias faltas y errores.

  1. Los abusos sexuales de menores por clérigos existen y los daños de los abusos son graves

Lo primero que tuvimos que aprender es que los abusos sexuales son una realidad y que el daño que causa en las víctimas es muy grave, en muchos casos, traumático de por vida. A menudo, el daño es más profundo de lo que las mismas víctimas se imaginan. Además del daño que se hace al desarrollo psico-sexual, está la profunda herida causada por haber traicionado la confianza y la amistad no solo de los menores, sino también de su familia y de otras personas.

Probablemente, para la mayoría de todos nosotros la idea de un abuso en nuestro entorno es algo muy lejos de la propia imaginación. Por esto nos resulta también bastante difícil identificar las señales de un abuso.

Cuando me hablaron por primera vez de un abuso sexual de un sacerdote, no lo quise creer. Finalmente, aceptándolo, pensé que era un hecho completamente aislado o  que no era tan grave como se decía. Más adelante, pensé que esto de los abusos podría ser un problema de otro país, pero no de nosotros. Sospeché incluso de una propaganda contra la Iglesia, ya que es cierto que en algunos medios de comunicación existe una propaganda antieclesial, el gusto por el sensacionalismo, mucho morbo y el deseo de desacreditar. También es un hecho innegable que la inmensa mayoría de los sacerdotes realizan su servicio con una gran entrega, abnegación y amor.

Pero todo esto no quita la triste verdad: los abusos sexuales de menores por sacerdotes existen, y son más graves y frecuentes de lo que pensábamos. 

El término abuso abarca una gama muy amplia de delitos. En cuanto al abuso sexual, el código dominicano del 2003 para la protección de niños, niñas y adolescentes establece que, 

Abuso sexual: Es la práctica sexual con un niño, niña o adolescente por un adulto, o persona cinco (5) años mayor, para su propia gratificación sexual, sin consideración del desarrollo sicosexual del niño, niña o adolescente y que puede ocurrir aún sin contacto físico.

En referencia a la gravedad de los abusos cometidos por ministros ordenados, podemos encontrar algunos datos en un estudio minucioso que la Conferencia de los Obispos Católicos de los Estados Unidos encomendó en el 2002. Se estudiaron los casos de denuncias de abusos cometidos por sacerdotes en ese país durante 50 años. 

Este estudio revela que, en el total de los casos reportados, hubo un 3% que se limitó a diálogos sobre temas sexuales y a ver pornografía; en un 9% de los casos el sacerdote tocó o se dejó tocar de una manera indecente encima de la ropa; en un 16% se llegó a tocar los cuerpos debajo de la ropa; en un 43% se implicaron abrazos, besos, desnudarse y masturbación, y en un 34% de los casos se llegó a relaciones sexuales orales o a penetración. Es decir, que la gran mayoría de los casos denunciados de abuso es muy grave.  

  1. La primera preocupación tiene que ser la víctima

Tomando conciencia de la grave injusticia que es el abuso sexual de un menor y del daño —a menudo irreparable— que este ocasiona, tenemos que sacar la conclusión de que la víctima ha de ser nuestra principal preocupación. Probablemente, esta es la lección más importante y fundamental que se ha aprendido: 

…nuestro primer interés como Pastores son las víctimas. ¿Cómo podemos reparar? ¿Qué podemos hacer para ayudar a estas personas a superar este trauma, a reencontrar la vida, a reencontrar también la confianza en el mensaje de Cristo? 

Dicho de otra manera: la ayuda a la víctima es más importante y un bien moral mayor que la misma buena fama de la Iglesia y de sus instituciones. Negar, esconder, minimizar los abusos no es la respuesta correcta. Como Iglesia tenemos que ser los primeros en escuchar la palabra del Evangelio que está escrito en el escudo nacional dominicano: “La verdad os hará libres” (Jn 8,32). 

El papa Francisco escribió en su carta a los presidentes de las conferencias episcopales y los superiores de las congregaciones religiosas del 2 de febrero del 2015:

Las familias deben saber que la Iglesia no escatima esfuerzo alguno para proteger a sus hijos, y tienen el derecho de dirigirse a ella con plena confianza, porque es una casa segura. Por tanto, no se podrá dar prioridad a ningún otro tipo de consideración, de la naturaleza que sea, como, por ejemplo, el deseo de evitar el escándalo, porque no hay absolutamente lugar en el ministerio para los que abusan de los menores.

Es una reacción natural querer evitar el escándalo, proteger la buena reputación de la Iglesia, de las órdenes religiosas y de las instituciones, ya que la buena reputación es un valor. Pero hemos tenido que aprender que hay otros valores mucho más importantes. Primero, tenemos que atender a los que han sido abusados, a los que han sufrido, a los que han sido víctimas; como Iglesia, como sacerdotes, se lo debemos a ellos y a nuestra vocación de pastores. 

Han hecho un daño grandísimo los intentos de evitar escándalos a toda costa. Esta misma estrategia se ha convertido en el mayor escándalo, dado que por esto, en algunos casos, no se han tomado las medidas necesarias y oportunas contra los abusos. 

El papa Francisco advierte sobre esta terrible práctica:

Debemos tener los ojos abiertos y no ocultar una verdad que es desagradable y que no quisiéramos ver. Por otra parte, ¿no hemos entendido demasiado bien en estos años que ocultar la realidad del abuso sexual es un gravísimo error y fuente de tantos males?

La reacción espontánea en la Iglesia era ver las denuncias desde el punto de vista del acusado; hemos tenido que aprender a verlas desde el punto de vista de los abusados. La víctima tiene más derechos que el victimario. 

  1. Hace falta un “protocolo” de cómo tratar las denuncias

¿Cómo tratar la denuncia de un sacerdote? Quisiera primero citar parte de una obra literaria dominicana de los años ´70, Los algarrobos también sueñan de Virgilio Díaz Grullón:

Alberto escuchaba en silencio mientras trataba de contener las lágrimas. “Creo, padre Anselmo –dijo– que cumplí un deber al denunciar una cosa que está mal hecha. No estaba tratando de perjudicar al colegio cuando le dije lo que hacía el padre Damián. Cómo perseguía a los alumnos en los pasillos y los manoseaba en los rincones cuando tenía la oportunidad…

La interrupción del cura fue tajante: “¿Él te hizo algo a ti, personalmente? ¿Viste con tus propios ojos que molestaba a algunos de los alumnos?”. “No, pero varios compañeros sí lo vieron”.

“¿Cómo lo sabes?” “Porque ellos me lo dijeron… ” “¿Ves?”, exclamó el cura. “Te has hecho eco de calumnias y eres más culpable todavía que los que inventaron esas calumnias, porque ellos no hicieron más que comentarlas en conversaciones íntimas mientras que tú has traspasado ese límite, pretendiendo utilizar la maledicencia para desacreditar a tus profesores y trastornar el orden establecido en el colegio…” 

“Pero, padre Anselmo -osó decir Alberto aprovechando la pausa que siguió a las últimas palabras del cura-, yo no le dije nada en contra de los otros maestros. Sólo le hablé del padre Damián y de las cosas malas que hace. ¿No es mejor para el colegio saber que esas cosas pasan y corregirlas que cerrar simplemente los ojos y dejar que todo siga como está?”

El texto continúa y el padre Anselmo insiste que no puede ser que cualquier mequetrefe manche la reputación de la alta investidura clerical de la sotana, a lo cual el niño contesta desesperadamente: “Esta sotana no debe servir para esconder cosas malas”. Afirmación que provoca un ataque de ira del padre que quiere ahora obligar al niño a besar su sotana…. 

El texto de Virgilio Díaz Grullón nos hace ver ciertamente cómo no se debe tratar la denuncia de un abuso sexual. 

Al escuchar una acusación contra un sacerdote mi primera reacción es: “Esto no puede ser verdad”. Y, en cierto sentido, esta me parece una reacción buena y sana, ya que no debo desconfiar de mis compañeros y amigos. Pero esta reacción nunca se debe convertir en un rechazo al que hace la denuncia, como se muestra en el texto arriba citado. El que tiene el valor de decir la verdad y denunciar un abuso está haciendo un bien y no un mal a la Iglesia.

Viene la segunda reacción, perfectamente normal y humanamente comprensible: “Lo mejor será que nadie sepa esto”. Pensamos que la divulgación del caso solo hará más daño. Y claro está que hace daño, pero no debemos vivir con la mentira. El derecho de la víctima está por encima de la buena fama o de la apariencia de la institución. Lo más importante es la atención necesaria a la víctima y no cuidar la reputación de la institución. Por esto, el documento de la Conferencia del Episcopado Dominicano muestra la necesidad de tomar medidas contundentes en favor de las víctimas y para evitar futuros abusos.

Reiteramos, aquel que denuncia un abuso sexual por parte de un clérigo está haciendo un bien. Incluso es una obligación moral denunciar este tipo de delito, ya que se trata no solo de una búsqueda de la justicia, sino también de evitar futuros abusos. Debemos animar a las víctimas a que denuncien los abusos a las autoridades competentes, y la Iglesia en todas partes del mundo ha establecido un procedimiento sobre cómo tratar las denuncias.

Cuando acusan a un amigo, mi reacción espontánea es decírselo al amigo y preguntarle si es verdad. Parece bien. Sin embargo, hay acusaciones en las cuáles es ingenuo y casi inmoral esperar que el acusado se declare culpable. En muchas partes del mundo, en el pasado los victimarios han manipulado la situación y las denuncias en su favor. Por consiguiente, no se puede improvisar el procedimiento. Es necesario un protocolo que establezca quién da respuesta a la acusación, y quién y cómo se lleva adelante la investigación. 

Por esto, tanto la Iglesia diocesana como las diferentes congregaciones religiosas han establecido procedimientos claros, para dar seguridad tanto al derecho de aquel que lleva a cabo una denuncia como de aquel que es acusado. No entramos aquí en detalles de estos documentos, pero debe servir también como una invitación a denunciar los casos de abuso y como un instrumento que da seguridad a las víctimas de que su denuncia será tomada en serio y tratada con toda la diligencia y discreción necesaria. El que dice la verdad, aunque sea desagradable, está haciendo un bien.

  1. No puede haber soluciones fáciles 

La falta de conocimiento de la gravedad del problema ha llevado muchas veces a un procedimiento erróneo. En algunos casos, se ha pedido algún tratamiento psicológico y después se ha trasladado al acusado a otro lugar. En otros casos, simplemente se ha limitado a escuchar la afirmación del acusado de que no va a volver a hacerlo y se ha procedido a un traslado. Estas medidas no están de acuerdo ni con la legislación eclesiástica, ni con la legislación civil.

Una de las acusaciones más graves contra la Iglesia es que en el pasado no se hayan tomado las medidas necesarias para evitar futuros abusos y que se haya tratado de encubrir los casos. Ha habido muchos casos de reincidencia de sacerdotes que ya habían sido denunciados. 

Se ha aprendido que la pedofilia no se sana con una terapia ni tampoco la pederastia. Ciertamente, en tiempos pasados no había suficiente claridad sobre la dificultad e imposibilidad de llegar a un cambio verdadero y muchas veces no se había visto suficientemente claro la gravedad de los casos. En contra de estas prácticas nació la formulación de la tolerancia cero reiterada por el papa Francisco en su carta del 28 de diciembre —fiesta de los niños inocentes— del 2016: 

Personas que tenían a su cargo el cuidado de esos pequeños han destrozado su dignidad. Esto lo lamentamos profundamente y pedimos perdón. Nos unimos al dolor de las víctimas y a su vez lloramos el pecado. El pecado por lo sucedido, el pecado de omisión de asistencia, el pecado de ocultar y negar, el pecado del abuso de poder… Tomemos el coraje necesario para implementar todas las medidas necesarias y proteger en todo la vida de nuestros niños, para que tales crímenes no se repitan más. Asumamos clara y lealmente la consigna “tolerancia cero” en este asunto.

A lo mejor en la teología del pasado reciente había demasiado optimismo frente a la capacidad del ser humano de controlar e integrar el desorden que lleva dentro. Podemos recordar la doctrina tradicional de la concupiscencia, consecuencia del pecado original, que nos habla de este desorden, que nos dice que necesitamos medidas cautelares para proteger a los demás y protegernos a nosotros mismos. Esto significa que habrá que incluir una cierta casuística sobre comportamientos apropiados e inapropiados.

No basta con la indignación moral. No vamos a evitar futuros casos con una indignación que se limita a condenar a los culpables. Tenemos que preguntarnos por qué estos casos han sido posibles. Y en qué hemos pecado por omisión, no haciendo todo lo posible para evitar los abusos. 

Por supuesto, la actitud cristiana de misericordia y perdón vale también para con los culpables que, en muchos casos, son personas que desde sus propias heridas han hecho daño, causando a su vez graves heridas a otros. Se debe asegurar su acompañamiento. Pero el perdón auténtico nunca debe abrir las puertas a nuevos abusos. Darle a un ladrón una nueva oportunidad de robar es moralmente culpable. 

Los documentos de la Iglesia nos dan algunas pistas de cómo debemos actuar para evitar futuros abusos, dentro de lo posible:

  • En primer lugar están los criterios de formación de los candidatos al ministerio ordenado. Existen bastantes documentos al respecto. El acompañamiento personal a cada uno de los candidatos es fundamental, tomando en cuenta el desarrollo psicosexual para tener claro los peligros y prestar ayudas. 

También hay, entre los candidatos al sacerdocio y en los noviciados de la vida religiosa masculina y femenina, jóvenes que han sido abusados y necesitan ser acompañados. Claro que esta es una tarea bien delicada que necesita una preparación profesional especializada. No todos los psicólogos y psiquiatras pueden atender estos casos con eficacia; además que deben tener la formación moral y espiritual necesaria para una tarea tan delicada. 

  • Es muy importante, además, el acompañamiento a los sacerdotes y diáconos. En muchos lugares se han establecido normas concretas. La Iglesia en los Estados Unidos ha elaborado catálogos sobre los tipos de comportamientos, los cuales nos pueden ser útiles si tomamos en cuenta las diferencias culturales. 
  • Hay que crear estructuras en las parroquias, colegios y otros centros que pertenecen a la Iglesia de acuerdo a las normas necesarias para que el lugar sea lo más seguro posible para los menores y que pueda inspirar la confianza de todos. Y, sobre todo, tenemos que estar atentos a indicios de posibles abusos. 
  • No se pueden permitir situaciones ambiguas. Hay situaciones que son imprudentes y no se pueden permitir, aunque no haya constancia de ningún tipo de abuso. No se puede ser ingenuo.
  • Puede y debe haber una formación permanente sobre el tema del abuso; también en esto, en los Estados Unidos hay modelos muy interesantes.
  • Creo que en el mundo de hoy es imprescindible un aprendizaje sobre el uso adecuado del Internet. Tiene que estar claro que el uso de pornografía en general no es sano para nadie y que el uso y la posesión de pornografía infantil es de por sí un delito. 

También el Internet ofrece muchas posibilidades de contacto inadecuado y hay muchos abusos que se inician e incluso se cometen por Internet, como los llamados “sexting” y “grooming”.

A modo de conclusión: algunas esperanzas

La primera esperanza para el futuro es naturalmente que se pueda ayudar mejor a las víctimas, que se pueda llegar a un tratamiento más adecuado de los victimarios y, más que nada, que se eviten futuros abusos. 

Pero quisiera mencionar otra esperanza que se refiere a nuestra sociedad de hoy.

Una toma de conciencia sobre la realidad extendida de los abusos 

Se ha hablado mucho de los abusos sexuales de menores por parte de clérigos que han sido escándalos públicos. Podría surgir la impresión de que los abusos son un problema exclusivo del clero. Sabemos que no es así. Los abusos son un problema de nuestra sociedad. 

De hecho, es triste reconocer que el abuso sexual existe en todas las culturas; puede ser que en algunas sea más frecuente que en otras, pero está presente en todas partes. Hemos visto que existe en ambientes muy diversos, que ocurre en grupos progresistas al igual que en círculos conservadores, en diferentes estratos sociales y en diferentes niveles jerárquicos. 

Los abusos de clérigos son una ínfima parte de la totalidad de los abusos sexuales de menores que se cometen diariamente. Ojalá que la publicidad que se ha dado a los casos de abusos cometidos por clérigos puedan abrir nuestros ojos a la realidad de los abusos tan presentes en nuestros ambientes. 

El abusador típico no es el monstruo desconocido que aparece en un callejón oscuro y viola con violencia a una niña o un niño, aunque existen estos casos. El abusador típico es una persona cercana, bien conocida, a menudo un familiar o un vecino; alguien que trata bien a los niños, que se ocupa de un menor de una forma especial, a menudo de manera exclusiva. Le hace regalos y finalmente abusa de él. 

La inmensa mayoría de los abusadores sexuales son personas bien conocidas y cercanas. Esto hace tan difícil la denuncia de ellos y hace tanto más pérfido el abuso.

La situación de pobreza en nuestros campos y nuestros barrios facilita el abuso. No obstante, el abuso está presente en todas las clases sociales. El alcohol y la droga son elementos que pueden estar presentes, pero no siempre es así. 

Hace falta que estemos más atentos. Son muchos los niños y niñas que han sufrido abusos. Están en cada aula de clase de nuestros centros educativos. Ojalá que los escándalos públicos nos abran los ojos para captar la presencia de esta realidad en el día a día. Tenemos que prepararnos mejor para ayudar y para crear ambientes sanos. Tenemos que aprender a estar más alertas a los signos y manifestaciones de abusos, y tenemos que ser prudentes en nuestra manera de proceder y de conducirnos.

La Iglesia se ha visto en la obligación de establecer procedimientos claros en todo lo que tiene que ver con el abuso de menores. Tenemos la esperanza de que también otras instituciones, en las cuales los abusos no son menos frecuentes, puedan seguir este ejemplo. 

La carta del santo padre Francisco del 2 de febrero del 2015, fiesta de la presentación del Señor, a los presidentes de las conferencias episcopales y los superiores de las congregaciones religiosas concluye con la siguiente oración:

Que el Señor Jesús infunda en cada uno de nosotros, ministros de la Iglesia, ese amor y esa predilección por los pequeños que ha caracterizado su presencia entre los hombres, y que se traduce en una responsabilidad especial respecto al bien de los menores y adultos vulnerables. Que María Santísima, Madre de la ternura, nos ayude a cumplir, con generosidad y rigor, nuestro deber de reconocer humildemente y reparar las injusticias del pasado, y a ser siempre fieles a la tarea de proteger a quienes son los predilectos de Jesús.